
¡NO PODEMOS MIRAR HACIA OTRO LADO!
LA DESIGUALDAD NO DESAPARECE
Por: Óscar Andrés Moreno Montoya-Coordinador Área Ciencias sociales Universidad EIA
Una pausa obligada en medio de este siglo XXI convulso y vertiginoso nos empuja a pensarnos como personas y sociedad, nos toma por sorpresa una pandemia que a algunos los lleva a reinventarse laboralmente, a otros a buscar formas de adaptase a circunstancias nuevas, a algunos a probar formas de relacionamiento sui generis pero, a fin de cuentas, nos instala una gran ansiedad por lo próximo, por un futuro en el que el principal leitmotiv sea volver a la normalidad, recuperar la condición perdida o simplemente no sucumbir al tedio. Sin embargo, creo que esas son solo algunas de las situaciones provocadas por aquello que se revela como nuevo, algo que nunca habíamos vivido, pero que no es el fin de todo aquello que conocemos ni mucho menos un punto de no retorno en el sistema capitalista.
Digo esto último, porque siento asombro al escuchar y en repetidas ocasiones leer que ya muchos vaticinan el fin del sistema capitalista, un corrillo de Nostradamus posmodernos fueron catapultados por esta crisis, para levantar tales sospechas. Por mi parte, me permito dudar de tal consideración, ya que el capitalismo como modelo perdurará, aunque no deja de circular por mi cabeza, eso sí, la inminencia del fracaso de un discurso fundamentalista neoliberal que nos vendió la idea del mercado como la promesa de redención, cuando no es más que el medio para ahondar los elevados niveles de desigualdad e inestabilidad. Tales fundamentalistas creyeron en la competencia, los mercados y los políticos perfectos, sin embargo, este virus otra vez nos abre los ojos a un balance que ya se había develado con la Crisis financiera de 2008, la evidencia de que los mercados no funcionan como deberían hacerlo, que los sistemas políticos no se tomaron la molestia de corregir a tiempo los fallos del mercado, desnudando así la complicidad de unos sistemas político y económico injustos (Stiglitz, 2012.)
Vemos ahora cómo los sistemas económicos penden de hilos frágiles y muchos de ellos piden ayudas por medio de políticas económicas redentoras, quizás sin ser muy conscientes que su postura constituye una espiral viciosa de desigualdad en la que muchas veces su beneficio depende del hundimiento de otros. Existe allende de estas posturas un mundo en el que se expresan infinidad de necesidades no satisfechas, en el que las personas cada vez se sienten más amenazadas porque sus economías familiares se desploman y desaparecen los pocos indicios de bienestar o estabilidad soñados, obtenidos y perdidos en este circulo vicioso de la inestabilidad. Es así como constatamos que no hay un mercado eficiente, al no existir este, desaparece uno de los principios vertebrales de la teoría económica que reza que la demanda debe ser igual a la oferta. Pero no siendo esta la única falla del mercado nos encontramos ante un desempleo creciente en el mundo, ralentizado por el coronavirus, y ahí sí se revela uno de los peores fallos del mercado ¿acaso no era cierto que los mercados iban a proporcionar esas certidumbres casi de forma natural?
¡Vaya paradoja! Porque muy por el contrario, vemos cómo en pleno apogeo de los fundamentalismos de mercado aparece una especie de llamado de auxilio que evoca un cierto neokeynesianismo: Estados que limiten, modelen, estimulen y hasta moderen las lógicas del mercado y del consumo. ¿Acaso tan solo a estas alturas del partido nos dimos cuenta que los mercados no se regulan solos? Tal es la dimensión del problema en una sociedad altamente polarizada entre ricos y pobres, que los Estados cuando actúan tienden a favorecer a alguno de esos sectores, lo anterior sin perder de vista, como muchos ya lo han dicho, que hay una clase media que viene adelgazándose de manera acelerada expoliando más y más hacia la pobreza que hacia la riqueza. De manera que, debemos preguntarnos porqué los sistemas económicos no están funcionando como lo prometían y qué explica los aumentos de la desigualdad en el mundo.
Esta crisis del coronavirus desencadenó, una vez más, una conciencia en la que salta la realidad de un sistema económico inestable, con altos niveles de injusticia e incertidumbre laboral. Este aislamiento físico condujo a muchas empresas a desacelerar o incluso pausar sus líneas de producción, el comercio se ha detenido en muchos sectores, gran cantidad de asalariados se fueron a sus casas temiendo lo peor y esos temores se han confirmado con las notificaciones de vacaciones obligadas, salarios diezmados y en los casos más extremos recortes laborales y eso solo en el ámbito de los asalariados.
En una situación aun más extrema se encuentran todas aquellas personas que hacen parte de la informalidad laboral y es justamente cuando no podemos mirar hacia otro lado, esa realidad ineludible evidencia la inequidad de un sistema, ese mismo que cifró en los mercados perfectos la clave de su éxito, ahora ve cómo la estratagema de la distribución marginal ni siquiera se asoma a las puertas de las casas de estas personas, dejándolas al amparo de las marginales e insuficientes ayudas de los Estados y al cobijo de la solidaridad de todas aquellas personas que actúan pensando que pueden hacerles más llevadero este mal momento, al menos de manera transitoria. Acciones como estás pueden conducirnos a ser personas más solidarias con aquellos en situación de pobreza y extrema desigualdad, pero no le pone coto a sus angustias permanentes ni a sus afanes por sobrevivir, como tampoco servirá, al menos por ahora, para moderar la codicia del mercado y de un neoliberalismo que lamentablemente cada vez nos ve más como producto y consumidores.
La desigualdad en medio de este capitalismo disfuncional que ha dejado a la deriva a millones de personas, que ha hecho jirones el tejido social de muchos países, sobre todo aquellos países pobres y en vías de desarrollo, es algo que no podemos dejar de mirar sin que nos genere preocupación. El Coronavirus no ha creado exclusivamente la división entre ricos y pobres, pero sí nos ha llevado a un punto en el que ya es imposible ignorar la brecha de desigualdad que campea en el mundo, cada vez se hace más palpable el sufrimiento de los de abajo, agravando sus angustias en muchas facetas: las de las personas en sus casas que no han podido trabajar salir a trabajar y rebuscar como solían hacerlo porque el aislamiento físico no se los ha permitido. Tan solo para tener una dimensión de ese panorama en Colombia podemos retomar una cifra fría y preocupante: la de un 47,2 % de colombianos en edad laboral en la condición de informalidad laboral según reporte del DANE para noviembre de 2019 y que para marzo de 2021 ya ascendia a 47.4%, es decir, casi seis millones de colombianos han visto seriamente afectados sus ingresos, colocándolos a ellos y sus familias en una situación lamentable. Ya nos podemos hacer una idea de todos esos otros escalones sociales afectados: un acceso limitado a la salud, una educación remota pensada para hogares con mejores condiciones, que en el caso de estas familias no se cumpliría, el hambre manifestada en los trapos rojos que comenzaron a ondear en muchas de las casas de estas familias, las personas exponiéndose al contagio intentando cumplir con algunos trabajos, los venteros ambulantes sorteando las posibilidades de enfermar o no tener que comer, las empleadas domesticas, haciendo domicilios como alternativa económica para sus hogares, en fin una lista de situaciones que el mercado no controla pero que creyeron podía hacerlo, un mundo que en definitiva no queríamos ver y se dilucidó por la fuerza de las circunstancias.
Puede que no tenga mucho por decir sobre las políticas macroeconómicas o sobre las reformas político institucionales que debiera acometer mi país, sin embargo considero que los cambios pequeños pueden tener grandes efectos, no es fácil mudar las expectativas del mercado pero tampoco es imposible, comencemos por no ignorar las realidades sociales complejas en las que estamos insertos y con ello dejaremos de parcelar nuestros intereses y así, poco a poco, actuaremos más consecuentemente y en el mediano y largo plazo estableceremos pautas que conduzcan a los gobiernos a apalancar decisiones más vinculantes y responsables frente a todos los que hacemos parte de este país.
1.300 millones de personas pobres en el mundo, de ellas 13.700 viven en Colombia, según el Programa para el Desarrollo de las Naciones Unidas (PNUD) y el DANE, respectivamente, es decir que viven con 1.90 dólares diarios, 9.700 colombianos están situados en la pobreza multidimensional, o sea que carecen de acceso a alguna o varias de las cinco dimensiones consideradas: vivienda, servicios públicos, salud, educación o pobreza monetaria. Creo que llegó la hora de mirar esa realidad, no podemos seguir obnubilados pensando que somos el país del posconflicto discutido, el de las instituciones estables, el que ingresó a la OCDE en 2017 o el adalid de las causas del Grupo de Lima para juzgar a Venezuela, un porcentaje de pobreza monetaria en 2021 del 46.1% nos tiene que llevar a mirarnos más hacia adentro que hacia la frontera.